Iba tras mi abuelo orgulloso de que contara conmigo, me gustaba que me tratara como si ya fuera un niño mayor.
Enfilábamos, de su mano, la calle abajo buscando la plazoleta de Vargas y la calle Santa Isabel donde estaba El Chachi, su tabanco.
Mi abuelo pedía para él un vaso de oloroso, para mi una media copita de P.X. Bebíamos con parsimonia nuestros vinos, picando los altramuces que ponía como acompañamiento el dependiente.
El departía y conversaba con los mismos clientes de todos los días. Yo, mientras, entre sorbo y sorbo de vino, seguía con interés los movimientos del gato rubio que, subido en una bota se aseaba minuciosamente.
La escapada no duraba mucho, solo unos minutos. A la vuelta sentía que la barriga me pedía a gritos algo de comer, que los mofletes me ardían y en la boca un dulce y aterciopelado sabor a pasas.
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