En el leve recodo de la calle, que da paso a la entrada de El Rastro, flanqueada por el mojon de piedra que impide el paso por éste callejon a todo lo que no sean viandantes, se hallaba el carro de manos, desvenciajado y herrumbroso, donde transportaban la sal. Dos hombres a pasos ritmicos , silenciosos y con el gesto de la fatiga en el rostro, cruzaban los escasos metros que separaban el depósito y el carro, cargando sobre sus espaldas fardos de cincuenta kilos de sal, que iban estibando en el carro, y que una vez completado el pedido, deberían arrastrar hasta el punto de entrega.
Pepe, alto moreno, delgado, un fino y cuidado bigote perfilaba su labio superior. En su mínima frutería, se esmeraba en colocar su mercancía lo mejor posible, dando un paso atrás, de vez en cuando, para ver el conjunto en la distancia, repitiendo una y otra vez su tic de apretar sus codos contra la cintura. Mientras , con su voz atiplada, saludaba y departía con las personas que pasaban esquivandolo a él o al monolito en su marcha desde la calle Pozuelo hacia El Rastro o viceversa.
La mañana era templada y primaveral, y en la calle empezaba a congregarse personal haciendo cola en la acera, junto a la puerta del almacen de ultramarinos, esperando a la Señora Condesa. Santi, el almacenero, se preparaba para la avalancha, cortando cundis que después rellenaría con aceite, manteca, mortadela… a gusto del consumidor y que pagaría la aristocrata, a la vuelta de misa, en su obra de caridad diaria.
Una recua de burros cargados con sacos de picón arribaba a La Posada, meta final de un viaje que habría comenzado sabe Dios cuando y en que parte de la Sierra de Cádiz.
Pepa y yo, sentados en el suelo del balcón, con las piernas colgando entre los barrotes de la baranda, lo mirábamos todo, mientras comíamos una rebanada de pan con aceite y azúcar.
1 comentario:
Me has emocionado... Es elmejor recuerdo que tengo de mi vida pues en esos tiempos formaba parte de una familia "completa". Te quiero.
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